Por Fernando Fernández Blanco. Presidente de UCETAM
Hasta hace poco había un chiste tópico dentro de nuestra profesión, lo utilizaba con frecuencia la pedagogía progresista. Una persona muerta en el siglo XVIII resucitaba y comparaba el mundo en que el que vivió con el de nuestros días. Se horrorizaba ante el tráfico que no entendía, alucinaba ante la magia de la tele, radio o cine, los adelantos de la medicina… Y, en definitiva, solo volvía a la tranquilidad y al reconocimiento cuando entraba en una escuela. Allí suspiraba aliviado y exclamaba: “Por fin, un lugar o algo donde nada ha cambiado”.
El chiste, a principios de 2019, ha dejado de tener gran parte de sentido; en poco tiempo ha perdido casi toda la ironía o paradoja. Las cosas también han cambiado y están cambiando en la escuela, si no a un ritmo tan vertiginoso como en la sociedad, sí al menos a una altísima velocidad, como nunca antes había ocurrido en la institución escolar.
La revolución industrial nos legó edificios parecidos a fábricas. Grandes salas que funcionaban en horarios precisos, mobiliarios uniformes, x niños que controlaban x adultos, la supervisión de directores o gerentes dentro de un modelo de producción y evaluación de conocimientos. A timbrazo de cada hora, determinados adultos entraban y salían de esas salas. Hablaban de la redondez de la tierra, de futuros y pasados más o menos recientes y, sobre todo, glorificaban a humanos de los que habíamos heredado facultades cognitivas, creativas y emocionales. Este modelo de fábrica, a su vez y desde tiempo inmemorial, servía a un modelo de vida dividida en dos grandes periodos. En el primero, las personas acumulaban información, desarrollaban habilidades y construían una visión del mundo y una identidad estable. En el segundo periodo, mayoritario de forma aplastante respecto al primero, la gente se ganaba la vida y contribuía más o menos como podía a la sociedad o a su tiempo.
Las sociedades occidentales del XIX y XX confiaron en este modelo de escuela liberal cuyos logros no debemos subestimar en absoluto. Se trataba de rebajar el autoritarismo, hacer hincapié en la libertad y en la igualdad, y si quedaba tiempo y por qué no, en la fraternidad… Y más o menos tendríamos personas con determinada identidad de fábrica y discurso que podrían ganarse la vida y seguir tirando del carro. Los cambios en el exterior y la fábrica se producían a velocidad digerible o aceptable. Ese modelo, lo queramos o no, ha quedado obsoleto. No controlamos la velocidad de los cambios y el miedo se detecta por todas partes. El cambio ha pasado de ser incidencia a ser característica dominante. La vida nos parece descontrolada y hay cada vez menos continuidad entre los distintos periodos de la existencia. Quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos siguen siendo las preguntas esenciales de siempre, pero ya casi nadie se atreve a responderlas. Esto ha derivado en altísimos niveles de estrés porque el cambio siempre es estresante y más cuando es característica dominante de los tiempos y, porque por supuesto, no nos engañemos, a partir de determinada edad a casi nadie le gusta cambiar. ¿Recordáis vuestros 15 años? Vistos desde ahora resultan fascinantes, ¿verdad? Todo era vértigo de cambio. Todo fluía y era nuevo, el ansia de inventarnos nos dominaba de forma tan aterradora como emocionante.
Pero la gente, a partir de los 40 y de forma progresiva, rehúye los cambios o le van haciendo cada vez menos gracia. Quien más quien menos a determinada edad va desistiendo de transformar o conquistar el mundo. Nos hacemos a un lado, da pereza empezar de nuevo, en último extremo las energías no son inagotables. Ponerse a revisar estructuras profundas de personalidad, identidad o discurso cuesta cada vez más. Existen hasta razones neurológicas que avalan esto: nuestro cerebro ya no es tan moldeable como a los 15.
Y, sin embargo, este es el tiempo que nos ha tocado vivir, para seguir siendo relevantes a los 50, a los 70 y 80, ahora mismo, necesitamos aprender de forma constante, reinventarnos casi como lo hacíamos a los 15. Estamos al borde de ver cosas que hasta hace nada eran inimaginables: cuerpos modificados, algoritmos que intervendrán en nuestras emociones, cambios climáticos, cambios de profesión y de estructura social… ¿Cómo actuar ante tsunamis de información que no tenemos tiempo de analizar? ¿Cómo vivir en un mundo donde la incertidumbre no es un error sino característica?
Hacia 2050, las estructuras físicas y cognitivas se desvanecerán en una nube de bits de datos. Migraciones al ciberespacio, identidades de género fluidas, nuevas experiencias sensoriales por implantes informáticos, algoritmos que encontrarán nuestra pareja perfecta, irrupción de la Inteligencia Artificial en la creatividad artística… Si queréis poned hasta en duda ese panorama, pero no la inevitabilidad de otros cambios que den lugar a similares escenarios tan insospechados como los descritos, pues el cambio, insisto, es ahora mismo la única certeza.
Para sobrevivir y prosperar necesitaremos flexibilidad, equilibrio emocional, aprender a desaprender, sentirnos cómodos ante lo desconocido. Aprender eso, trasladar esa enseñanza a las aulas, es todo un reto maravilloso del que somos testigos y actores privilegiados y, dicho sea de paso, mucho más difícil que demostrar un teorema matemático o averiguar las causas de determinada guerra civil.
Hasta me atrevo a afirmar que Pensamiento Crítico, Comunicación, Cooperación y Colaboración serán las asignaturas troncales de un futuro que ya está aquí. Conformarán un cuerpo de saber que podríamos denominar: “La nueva vida, manual de instrucciones y uso”. Y todo enmarcado en un panorama donde ya no podemos estar seguros de nada y donde ciertas decisiones ya no se pueden postergar más porque el tiempo se agota. Pese a todo, no tengamos miedo al cambio, ni en la escuela ni en nuestra vida, de él somos hijos y en la aceleración de sus esperanzanos basamos.